Debajo, a nuestra izquierda, el río corría reluciente al fondo del valle. Era un paisaje perfecto: los bosques eran todo bronce y oro; las nubes eran blancas y espesas y parecían espuma celestial suspendida en el aire. El sol era tibio y flotaba glorioso en un arco formidablemente azul. Mi corazón estaba lleno de fervor. Creo que por primera vez sabía lo que Andrew sentía en sus viajes de vagabundo. No entendía cómo todo aquello había permanecido oculto para mí hasta entonces. No entendía cómo el trascendental misterio de hacer pan me había impedido ver durante tanto tiempo los misterios del sol y el cielo y el viento en los árboles. Pasamos junto a una casa campestre blanca que había al lado del camino. En la reja de entrada estaba el granjero, sentado en un tronco, puliendo un trozo de madera y fumando su pipa. A través de la ventana de la cocina vi a una mujer que limpiaba la estufa. Me dieron ganas de gritarle:
“¡Oh, estúpida mujer! ¡Deja la estufa, las ollas, sartenes y labores, aunque sea por un día! ¡Sal de ahí y mira el sol y el cielo y el río a lo lejos”.
Christopher Morley
No hay comentarios:
Publicar un comentario